Los límites definen a la persona. Es lo que somos y lo que no somos. Son las «fronteras» físicas y emocionales que nos demarcan, y que permitimos o no que otros crucen; según las experiencias que hayamos tenido en la vida y el impacto que nos han causado.
Existen dos tipos de límites: los funcionales, referidos a las capacidades para hacer una tarea (desempeño, iniciativa, disciplina y organización), y los relacionales, correspondientes a la capacidad de ser asertivo en las relaciones con otros. Por otra parte, los límites tienen dos vías de aplicación: los que ponemos a los demás y los que nos imponemos a nosotros mismos.
Cuando nuestros límites son débiles, tenemos problemas para confrontar el control, la presión, las exigencias y las necesidades de los otros. No nos damos a respetar o no respetamos a los demás, y las consecuencias son relaciones emocionales no sanas, en donde se puede presentar maltrato, dependencias, adicciones, aislamiento, resentimiento, roles de víctima… en general, falta de afecto genuino. En cambio, los límites saludables nos permiten interactuar con otros en interdependencia, respeto, autenticidad, intimidad, y fortalecen la libertad de sentir, pensar y actuar.